Una escuela sin cantos ni risas
- Epifanio Estrada

- 29 ago 2023
- 3 Min. de lectura

La nueva escuela me llamaba y a ella llegué rebosante de ilusiones como de afectos. La vaquilla, el caballito, el perrito, el gatito, los cochinitos y hasta las gallinitas, me parecieron estar tristes, se quedaban solos en la sombra de los órganos, de los ciruelos y del mezquite; mi correr entre ellos, el silbar como el cantar truncadas melodías que mal había aprendido de mi padre y de mi abuelito, no las escucharían ya, ¿quién iba a entregarles el alimento diario?, había quien, pero la hermandad del cielo con la fresca y limpia expresión realista con que la vivimos, nos había afinizado y comprendido tanto, que nadie sabía mejor que yo, de la utilidad que todos ellos reportaban en la vida de una familia campesina; sin embargo, todo estaba planeado, y con la pizarra en la mano como mi nueva amiga, me encaminé hacia la escuela. En el camino, mi abuelito, un campesino de recia figura, de tez bronceada, vistiendo camisa y calzón de manta como yo, me tomó de la mano que llevaba un poco sudorosa por la emoción de este nuevo cambio, me dijo con una voz que me pareció muy emocionada:
"La escuela, hijito, será tu nuevo hogar y en ella aprenderás muchas cosas que te serán útiles después. Estudia con amor y dedicación…” y calló, no dijo más durante el trayecto que faltaba para llegar, ambos nos entendíamos en silencio, llevábamos entre ceja y ceja, la necesidad de abrazar al mundo, el querer de todos por medio del estudio y del trabajo, la conquista de la vida por la pureza del aire y del sol, el canto del jilguero en la enramada por la alegría de vivir y la armonía del hogar atraídos por vínculos sociales y humanos como corolario de la libertad del hombre, de esa libertad que es belleza y que impulsa a la reproducción.
Frente al maestro, figura adusta, sencillo en el vestir, con mirada profunda y dominante, con voz firme y ademán franco, me señaló el lugar que debía ocupar y, con un leve empujoncito de parte de mi adorable abuelito, llegué a él y tomé asiento. Momentos después, se escuchó un fuerte golpe dado por el maestro en su escritorio; esto me hizo estremecer, me aceleró los latidos del corazón, y extrañado, pude escuchar iiSi ... lencio!!, y el aroma que había recibido en esa mañana tibia y palpitante, se esfumó con los besos aromáticos y excitantes de las flores, con la bondad ferviente y dulce de mis benditos padres, porque sentí miedo, infundado quizá, pero miedo al fin y no pude sobreponerme.
Este fenómeno en el alma del niño, es, sin duda, la ofuscación lógica que se experimenta por la razón de su origen; es decir, porque se piensa y se forma en uno una imagen donde el maestro es algo así como un superhombre, capaz de todos los avances, de todas las creaciones y de todos los amores. Mas, después de ese golpe fatal, se borró en mí esa estructura finita y dulce del maestro de mis sueños, porque vinieron después los regaños y los golpes que no eran de ninguna manera una saludable convivencia, sino un crudo desengaño en relación a la flor de ilusiones que todo niño se forma e idealiza. El padre, duro y a veces cruel con el hijo, regaña y corrige, pero esa actitud es como el rayo que limpia y purifica el cielo, y si la madre también amonesta y reprende, su noble afán se justifica o de lo contrario, se desgarra el alma en silencio si llega a comprender que hizo mal; me sentía por ello, vivir en un mundo rigorista e imperfecto, aislado de todo; cabalgaba sin la entidad del niño que todo lo tiene aún dentro de su pobreza: sin la tierra en plenitud creciente, sin la vida misma como enlace y fin de un destino palpitante y seguro; no corroboraban en mis ansias, la vida que nacía entre los nidos, del surco, de la flor y del manantial, ni en el caminar del mundo físico, porque la "palmeta" que mata la dignidad y felicidad del niño, no justificaba al maestro. Aun así, seguía tomando mis lecciones con entusiasmo, animado por el querer de mis seres queridos. Las condiciones rudimentarias y hasta deprimentes en que se encontraba el edificio escolar con sus muebles, dejaba mucho que desear, pero por mi afán de aprender, no le daba importancia a estas cosas y seguía el curso de mi educación. Esta es la razón sin razón por el cual mi maestro surgía como la granizada que se desploma sobre un campo cubierto de flores multicolores y frágiles, para arrasarlo todo, sin pensar que la vida infantil es eterno y luminoso día, y que debe ser como la tierra, la matriz y el agua: almáciga de un egregio impulso que germina, que se agita y que calma; pero a la vez, bendice y crea.
Libro: La Escuela en Espíritu
Autor: Epifanio Estrada Cruz





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